La Fe mueve montañas

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Hace setenta años era una pequeña niñita, tenía un hermano y una hermana mayor. Mi padre estaba enfermísimo y continuaba en la cama, mientras que mi mamá cosía todo el día, para sostenernos, en su vieja máquina de coser.

No la escuché jamás lamentarse de nuestra suerte, si bien el fuego que nos calentase bajase o bien el alimento escasease.

Las cosas funcionaban singularmente mal ese verano y para colmo se añadió la carta que nos llegó de la casa de préstamos donde afirmaba que salvo que le pagásemos la cuota que le debíamos, nos quitarían la máquina de coser que por último era nuestra única posesión.

Me quedé congelada cuando leyó la carta y una enorme diversidad de desastres aparecieron en mi psique de pequeña. No aprecié a mi madre aterrada, a la inversa la veía calma. Yo lloraba pensando que sería de nuestra familia, mientras que mi madre afirmaba que tenía confianza, que algo pasaría y no perderíamos la bendita trama.

Llegó el día en que vendrían por ella y escuché pegar en la puerta de la cocina. Yo estaba atemorizada, sabía que esos hombres se la llevarían. No obstante, el que vino, era un señor realmente bien trajeado que portaba un bebé en brazos. Le preguntó a mi madre si era la Sra. Perkins y le contó que tenía un inconveniente. El farmacéutico le aconsejó visitarla pensando que podría asistirlo.

Mi esposa tuvo un accidente el día de ayer y está internada, afirmó. Nosotros vivimos acá hace poquísimo tiempo y no tenemos relaciones ni amigos. Yo necesito abrir mi consultorio en hoy. ¿Podría cuidar a nuestro bebé por unos días? Le voy a pagar de antemano, le afirmó mostrándole un billete de cincuenta dolares.

Mi madre tomó el dinero y el bebé, y le dijo: Vaya apacible, nos ocuparemos del bebé mientras que lo necesite.

Cuando el hombre se fue mi mamá nos miró y con lágrimas corriendo por sus mejillas nos dijo:

– Ya sabía que todo se resolvería.